Entre caníbales





Luego de colgar el teléfono los planes estaban ya echados, fue cuando empaqué mi pequeña maleta y cargué conmigo la fotografía del mapa colgada en mi habitación.

Días atrás pensé en este viaje como una manera de escape ante la tensión que en la oficina campea.

-Vamos juntos, armamos una carpa en un lugar apartado, tomamos un vinito y mientras nos embriagamos también nos podemos besar hasta morir, o quién sabe, nos podemos tocar, apretarnos con decencia. Ella, Luna, sonrió.

-Paso por ti, yo llevo los tragos, tú tu actitud y tu decisión y tus caricias, dije.

Ella solo sonrió ruborizada, asintió con la cabeza y ligeramente dijo “está bien”.

En el auto el rayo de sol perpendicular iluminó el sendero de mi escape. Era un día de esos en donde nadie sabe de tu vida, nadie pregunta qué haces y a nadie le interesas por un tiempo, ni tus decisiones. Aún lo recuerdo porque solo salté al abismo y me fui, sin temor. Disfruté mucho esa sensación.

-Bésame los hombros mientras conduzco, hazme sentir esas cosquillas de antes como cuando nos besamos en el hotelucho al que te llevé en la madrugada, le dije.
-¿Y si te distraes?
-No importa.

Era increíble quedarse extasiado con su cabello negro danzando al son del viento por la ventana del auto en movimiento. Era increíble mirarla frotándose las cremas mágicas por su blanca piel para prevenir los estragos del intenso claro de sol del medio día de un día aburrido cualquiera, era increíble mirarla con sus gafas de sol, ahí tan sensual, tan seria, tan ella.

Al rato de verla hermosa me detuve un instante para besarla. Por supuesto ella me correspondió y sentí su lengua atragantar mi garganta de tanta lujuria.
En medio de la carretera los avezados conductores maniobraban para evitar el impacto ante mi mal proceder al detenerme inesperadamente. Solo nos miramos y sonreímos.

-Me encanta que me sorprendas y que me tomes toda tuya, exclamó la princesa.
Yo no dije nada, solo la agarré fuertemente, pero sin lastimarla, de su hermoso cabello negro, y la besé hasta donde el cinturón de seguridad y el morbo me lo permitió. 
Pasaron treinta segundos y continuamos.

Era ya de noche. Su mirada me hablaba, su timidez y su silencio provocaban que me acerque nuevamente, pero esta vez con calma, con amor. 

Apresuré el laborioso gesto de montar la carpa con todas sus partes, para evitar que el frío azote nuestros cuerpos desnudos, cubiertos únicamente con el manto de la llama que acompañó a la obscuridad.

La luna y Luna me encantaron, mucho más todavía, que me confundí al tratar de descifrar quién brillaba más, si ella o el astro, o las esquirlas de fuego de los eucaliptos moribundos. 


Esa conexión con la naturaleza, con los ideales, la concepción de la vida, del mundo, la visión personal, todo el universo y los astros tiritando a los lejos compaginaron tan bien que nuevamente nos devoramos, nos comimos y nos masticamos como caníbales. Los cortejos previos sobraban para desearnos, pues nos mostramos sedientos, como el yin y el yang, de nuestros fluidos corporales que después se condensaron en la fina tela que nos cubrió de momento. 

El fuego de la leña y el nuestro se consumió perfectamente.

La neblina del amanecer se coló en medio de sus senos desnudos, en donde descansaba mi rostro trasnochado, que presurosos nos cubrimos con las sábanas mojadas para evitar a los insectos y aves curiosas que buscaron refugio dentro de nuestro aposento. Nuevamente nos sonreímos.

Nos fuimos a otra parte, según decía Luna, para darme besitos, pero de una manera más cómoda, ¿y qué creen? Nos volvimos caníbales otra vez en medio de sábanas blancas, limpias y cómodas. Con ligeras pausas dormíamos a ratos y otra vez el instinto antropófago nos invadía. Los vecinos contiguos a la habitación, jadeantes, suplicaban paz y silencio, pero no pudimos complacerlos. En cada caricia estaba una mirada de ternura y timidez, en cada beso estaba un aliento de esperanza y de calma que inspiraba fosilizarse los labios en sus labios y ser eternos.

-Seamos felices mientras dure porque mañana no sabemos qué nos dirá el universo, me dijo ella.
-Sí a todo, suspiré.

En ese momento eterno, en el viejo radio del lugar, sonó un clásico de Crowded House que hizo que nos apretemos más el uno con el otro, y nos volvimos a besar.







Comentarios

Entradas más populares de este blog

Puyo, el Volquetero y otros cuentos.

Al rescate de la Pelota Nacional

Hasta viejitos. Relato.