Hasta viejitos. Relato.


Una tarde de fin de semana estuve aburrido en casa y el sol brillaba luego de varios días de lluvia. Me gusta la lectura y pensé en terminar un clásico de Saramago que llevo meses sin darle una ojeada, pero luego me detuve y pensé: "de qué me sirven unas líneas literarias cuando también podría encontrar poesía allá afuera"; entonces preparé mi bicicleta, empaqué mi cámara, enlisté mi música en la sección favoritos de mi reproductor, y me fui a pedalear.

Mi cuerpo ya no es tan atlético ni fornido como cuando era adolescente deportista, pero la respiración aleatoria aún me funciona al intercalar mis piernas de izquierda a derecha en cada movimiento mientras avanzo en la ruta con mi bici. 

No llegué lejos esta vez. La carretera que conecta a mi ciudad con una comunidad de pequeños agricultores y empresarios estaba con tránsito poco usual debido a que el poblado estaba de fiesta. 

Había congregado a mucha gente que disfrutaba de las orquestas musicales, juegos populares, artistas plásticos, golosinas multicolores, gente feliz, deportistas, comida, turistas, niños, ancianos...

Pero hubo algo más ahí. Entre toda la algarabía que he percibido desde que llegué al pueblo me atrapó además una imagen hermosa y diferente que logré distinguir en el conjunto de casitas que se acurrucan entre sí: eran dos ancianos sentados en su humilde portón conversando y mirando a la gente pasar de un lado a otro. 

"No hay problema, tome no más las fotos, joven", me respondió doña Zoila Paredes al preguntarle si es que puedo sacar una imagen con mi cámara de ese bello cuadro natural que mostraban ambos.

"¿Para qué dizque es eso, oiga?", preguntó don Rosendo Naranjo un poco huraño en su sillita de madera. "Para escribir en una revista de alto renombre en el Ecuador y Sudamérica", le mentí para que me permita continuar, porque si le decía que solo era para archivarlo en Parafernalia posiblemente se habría mostrado hostil. "Ah bueno bueno", asiente con la cabeza y sonríe.

Me contaron que viven tantos años en Tarqui (el pueblo al que me refería) que ya no recuerdan cuándo fue que llegaron ahí. Salieron de Pelileo cuando eran jóvenes y decidieron radicarse hace más de 50 años por el comercio y la agricultura.

De los hijos no quieren hablar, pues "parece que no tienen padres", dicen. Y ahí sentados juntitos los dos, cerquita de Dios es como contemplan los años idos y vividos, con el testimonio de una buena comunicación y confianza para llevar toda una vida de casados.

"Aunque estemos enfermos pero aquí seguimos", me recalcó doña Zoila justo en el instante en que extendía un beso para su esposo. Ambos sonríen y yo les agradezco y me despido.

"Esto es poesía", dije apenas monté contento mi nave y con los audífonos a todo volumen. En los detalles está la belleza de las cosas y el mensaje está escondido, es cuestión de abrir más los ojos.













Comentarios

  1. Hermoso relato! Nunca dejes de escribir. Eres un artista.

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  2. Sí supieran que ya los leí 😂linda historia con un toque de humor 😊

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