Perro de vida



Perro ecuatoriano que se respeta lleva por nombre Peluchín. En reiteradas ocasiones al caminar por la acera de mi barrio con dirección a la tienda de abarrotes siempre me asalta al descuido el Peluchín.  Me ladra y me muestra sus colmillos deformes en señal de que estoy pisando tierra ajena. Me gruñe y se queda inmóvil mirándome de ladito, amenazándome de reojo como queriendo decir que si doy un paso más me morderá los tobillos.


“¡Peluchín adentro! ¡Peluchín, carajo! ¡Peluchín así no!” Son las inquietantes súplicas que mis vecinas alardean cuando el Peluchín persigue a los autos que van a toda madre, o a las motos con el tubo de escape descompuesto que hace que el rechinar del motor despierte a los desocupados de una tarde de fin de semana, o a quienes caminamos libremente a comprar alguna chuchería en el bazar de doña Juana.



Por supuesto, yo tenía un perro llamado Peluchín. Nombre tan popular entre los perros que sirve de competencia para los Luises, Marías, Andréses, Br(a)yans, Kevins en los humanos En fin, mi Peluchín había sido rescatado de una jauría de perritos abandonados en un terreno desolado, era tan tierno y con mucho pelo que parecía un peluche de felpa. 

Ya en casa la sorpresa era evidente, mi brazos de niño apenas podían sostener el peso del animal que olía a basura, pero las miradas incrédulas del can opacaban el desprecio y las malas caras de una mascota no deseada.

“Se llamará Peluchín, como el de la novela”, gritó mi abuela desde el cuarto de planchado mientras doblaba las colchas gruesas con figuras de león o pandas en medio del bambú.



Quién hubiera pensado que un año en las personas son siete años en los perros. Ya tenía 14 y era todo un adolescente enamorado mi Peluchín. A veces saltaba la reja del frente de mi casa y corría como si huyera de alguien. Luego, como si nada, regresaba ensagrentado y con la lengua afuera.

Fue por pura casualidad que nos enteramos de que el perro andariego tenía encuentros casuales con la Muñeca, perra elegante de doña Rosa, la dueña de la florería de la otra calle.

“Vecino haga el favor de amarrar a ese perro, siempre viene y se come las croquetas de mi Muñeca”, reclamaba la vieja solterona a cada rato.

Al mismo tiempo que escuchaba sus reproches se me pasaban por la mente todos los manjares de perro que la Muñeca comía, mientras mi Peluchín era feliz con las sobras de arroz y los huesos que le poníamos en su platito de plástico después del almuerzo. “Ah vieja loca”, pensé. Además está comprobado que los perros runas viven más que los blanditos perros de raza.

Recuerdo la imagen romántica entre mi mascota y yo cada que llegaba del colegio a la casa, el Peluchín moviendo la cola de lado a lado y saltando hasta tratar de abrazarme. Sensación única. 
Su saludo era señal de que quería que lo lleve de paseo a la tienda en busca de un poste de luz para marcar su territorio. “¡Hazlo Peluchín. Haz lo que te dé la gana!”, le decía, y luego reíamos juntos.

Una ocasión llegó el Circo De Las Estrellas a la pequeña ciudad. Los perros que deambulaban por las calles céntricas estaban desapareciendo, obvio, los perros callejeros, y la gente ya tenía a quién culpar.




Mientras tanto el pueblo era convocado a la función de inauguración del circo. El jingle y el spot de la carpa de colores exaltaba a los malabaristas, acróbatas, payasos, animales amaestrados, magos, juegos de azar, y vicios de buena fe que encantaban a chicos y grandes. 

Los leones enjaulados eran el principal atractivo: saltaban de una silla a otra, montaban en monociclos, jugaban a los naipes, y rugían como en el MGM. Todo un espectáculo con la módica suma de un par de monedas.




“¿Y el Peluchín dónde está?, nos preguntamos todos apenas llegamos a casa luego de ver a los hermanos Arteaga saltar de una cuerda a otra sosteniéndose apenas de las mandíbulas, sin manos.

Debajo de las camas, debajo de la alfombra, por encima de los floreros, en la cocina, en la piedra de lavar, por si acaso en la taza del baño, afuera en el riachuelo, en los matorrales… No aparecía por ninguna parte. “Tal vez en el estómago de los leones”, lo dije en voz alta.

Enseguida monté en mi bicicleta chooper amarilla y pedaleé con fuerza con dirección al Circo De Las Estrellas, quería constatar si tenían secuestrados a los perros de la ciudad y entre esos al Peluchín.

Llegando a la esquina vi una jauría amontonada entre sí pero no veía a mi perro. Después, más adelante noté que el Peluchín estaba pegado a la Muñeca y me calmé con la sorpresa de que pronto me convertiría en abuelo.


Moraleja 1: Adopta, no compres.Moraleja 2: Denuncia los espectáculos con animales. ¡No asistas!


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